Por Lucy Ramón.
Baracoa: tierra sagrada.
Y seguía diciendo adiós el de la camisa gastada. Ver gente nueva será siempre una novedad para los nativos o residentes de todos los sitios, la diferencia la hace una sola cosa: la reacción de ambos extremos. En cuanto pasamos la segunda curva se acabó el terraplén y exactamente ahí se encontraban dos mujeres de pelo largo, lacio de piel cobriza. Estaban sentadas al costado de un tanque grande, en forma de cilindro acostado, sostenido por una base de hierro. Una de ellas estaba sentada en un banquito de madera, casi pegado al suelo mientras la otra semi recostada del tanque, le tejía el pelo.
En cuanto nos vieron bajándonos del taxi, se levantaron y salieron corriendo. Nosotros cuatro nos miramos y nos atacamos de la risa. El chofer no quiso acompañarnos a pesar de que mi abuelita le aseguró que estábamos a tres o cinco metros del destino final.
Montero era un hombre de unos setenta y pico cortos pero estaba fuerte, enérgico, vigoroso. Nos enganchó a las dos en cada uno de sus fornidos brazos y dijo:
- ¡Arriba!¡Aquí hay un hombre!
- 'Por algo está usted aquí hermano!
Le contesté entre risas.
- ¡Esperen!
Ordenó abuelita,deteniéndo el primer paso de los tres.
- En un momento saldrá de detrás de ese trillo un hombre cargando agua del manantial. Cuando pase, entramos nosotros. Antes de subir esta lomita hay que ir hasta el manantial que está dentro de ese matorral, tomar de esa agua sanadora y santiguarse.
Ya no me estaba gustando aquello de tomar agua extraña y menos lo de la santiguadera esa que siempre me pareció algo sin sentido pero bueno, habló la comandanta. No había terminado de dar las órdenes y una peste a grajo revolvió mi estómago tan sensible, detrás del grajo salió un indiecito de mediana estatura con par de cubos viejos chorreando agua en ambos hombros. Sin camisa con unas botas que parecían el hocico del Lobo de Caperucita.
Cuando levantaba el pie, la punta se abría y los dedos llenos de fango y mojados asomaban como dientes y colmillos. Eran los cordones enfangados, los que amarrados de los tobillos, le hacían creer a aquel infeliz que tenía zapatos puestos.
- ¿Qué hace?
Saludó sin levantar la cabeza para que no fuera a caersele su sombrero o mejor, lo que quedaba de lo que en vida fue un sombrero.
Cuando se alejó mi abuela nos comentó:
- ¿Ustedes ven ese hombre bueno que carga agua para su casa?A ese tipo de hombre es al primero que le pegan los tarros.
- ¡Abuelita!¿Qué sabes tú de la vida de ese hombre?Jajaja.
Montero ya se había dado cuenta de quién era mi abuela y se echò a reir también
- Caballeros, yo no he dicho que la mujer lo engaña. Dije así para que se den cuenta del mal aspecto y el mal olor. Los hombres buenos deben cuidarse mucho.
¡El pobre!Tal vez ni jabón tenga para bañarse y desodorante menos.
Caminamos unos pasos y el manantial nos salpicó los pies. Hacía tanta calor que aquella agua fría pasada por nuestras caras y brazos era un bálsamo.
- Vamos mi'ja, tome tome bastante agua y santíguese así mismo como lo está haciendo.
No le dije nada pero si ella entendió que tirarme agua encima para refrescarme, era santiguarse pues le ahorré el detalle. A quien si le tocó fue a Montero, parece que a él si le gustaba el show o le tenía fe a la obra espiritual.
Salimos otra vez al camino. Mientras Montero se secaba con su pañuelo, mi abuela se soltó de mi mano y para sorpresa nuestra se mandó a correr loma arriba. No podía creerlo. Mi abuelita era chiquitica y gordita. Para caminar siempre andaba sujetándose por si le fallaban las canillas(decía ella burlándose de sus piernas).
Parecía una loca. Se revolcaba en la tierra como una niñita, se levantaba y corría y se daba con la palma de la mano en su boca abierta emitiendo un sonido que sólo había visto y escuchado en las películas y en una aventura que dieron en Cuba..."El Cacique Arimao".
- ¡Vengan, vengan a mi cueva!¡Yo soy Taiguaní!
Eso gritaba y repetía mientras agitaba las manos.
Montero y yo nos miramos como diciendo: "ya estamos sobre el burro, hay que darle los palos".
Por unos segundos la perdimos de vista y luego apareció. Montero me ayudaba a caminar y logramos subir un pedacito.
De pronto,volvió mi abuelita y señalando justo ante nuestros ojos dijo:
- ¡Mire!Miren el Jagüey grande y las dos palmas secas!¿Qué,creían que ella estaba loca?
Montero y yo petrificados delante de aquel Jagüey frondoso,cuyos centinelas eran aquellas dos palmas secas,sin ramas y con el tronco carcomido.
- ¡Vengan hermanos!¡Vengan a mi cueva!
Subimos un poquito más hasta una roca enorme que tenía un pequeño hueco por el lado izquierdo y otro más grande en el centro.
Mi abuelita estaba de espalda a nosotros en silencio,acariciando el hueco de la izquierda. Dio ungiro con ambas manos en la cara y las lágrimas se escapaban,goteando la mandíbula.No decía nada.Aquella alegría repentida se esfumó para transformarse en un quejido que le salía del alma.
Intenté acercármele y su mano derecha lo impidió.Tomó unas tres bocanadas de aire y empezó a hablarme en una lengua extraña.Vaya usted a saber qué me dijo.
- Abuelita, ¿qué tú dices?Dime, no entiendo nada.
- Yo no soy tu abuelita, ella está dormida. Espera, no te asustes. Le estoy hablando al Sol.
Montero asentó su cabeza diciéndome que no había de otra que esperar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario